Reportaje de El Mercurio
Tragedia en Arequipa
A diez años de un viaje sin retorno
M. Teresa Anguita G.
El 29 de febrero de 1996 un Boeing 737 de la aerolínea peruana se estrelló contra los cerros de Arequipa, sólo dos minutos antes de pisar la pista de aterrizaje. El accidente, que terminó con los sueños de 42 jóvenes chilenos que regresaban de sus vacaciones de verano, dejó una tristeza indeleble en cada una de sus madres. Tres de ellas entregan aquí sus conmovedores testimonios.
“Al principio creí que esto no lo iba a poder soportar porque era mi regalón, eran mis ojos. Y yo dije ‘si no me ayudo con todo, no voy a poder resistir’. Entonces lo que venía lo tomaba, si era sacerdote, si eran monjas, si era psiquiatra, todo, absolutamente todo, y a pesar de ello, todavía estoy más o menos”.
Fue hace exactamente diez años, el 1 de marzo de 1996, cuando María Eugenia Ruiz de Gamboa se enteró de la noticia. Un avión de la línea aérea peruana Faucett se había estrellado la noche anterior, dos minutos antes de aterrizar en el aeropuerto de Arequipa. Un par de llamados telefónicos le bastaron para cerciorarse de lo que más temía: que al interior de la nave viajaba su hijo Arturo y que no había sobrevivientes.
María Eugenia y su marido, Arturo Torres, se quedaron congelados, como si el mundo se hubiera detenido por un instante, tratando de digerir lo que habían escuchado. Eran las siete y media de la mañana y ambos estaban en la pieza de un hotel en Punta del Este, donde habían decidido descansar unos días después de asistir a un congreso en Montevideo.
Sueño premonitorio
Ninguno había conseguido dormir bien en la noche. María Eugenia se había despertado angustiada porque había soñado con un campo extenso repleto de cadáveres diseminados por el suelo.
“¡Por favor ayúdenme porque se acaba de morir mi hijo!”, le suplicó a los empleados del hotel la angustiada madre, que diez años después se atreve a hablar por primera vez del trágico accidente.
Arturo Torres, de 22 años, ex alumno del Verbo Divino, estaba en quinto año de Agronomía en la Pontificia Universidad Católica y faltaban pocos meses para que terminara la carrera. Adoraba el campo, así como los viajes. Ese verano había decidido conocer la selva amazónica de Ecuador y se embarcó en esa aventura junto a su polola, Macarena Silva (19), con quien llevaba un año, y su pareja de amigos, Gerardo Nieto (22), compañero de colegio, y Carolina Zegers (22). Ninguno llegó de regreso.
Los cuatro compartieron el destino de los otros 38 chilenos que perdieron la vida ese 29 de febrero de 1996, año bisiesto. Por un error de cálculo del piloto, Juan Mayta, el Boeing 737 de la compañía aérea peruana se estrelló contra los cerros de Arequipa en un lugar paradójicamente llamado “Ciudad de Dios”, a pocos kilómetros del aeropuerto “Rodríguez Ballón”. Cuando Mayta reportó estar a 9.500 pies de altura, se encontraba en realidad a 8.644 pies, esto es 116 pies por debajo del mínimo reglamentario.
Una falla humana provocó la muerte de 123 personas, 74 peruanos y 49 de otras nacionalidades, entre éstos 42 chilenos. Todos ellos quedaron calcinados luego de la explosión que sucedió al violento impacto.
Simplemente les había llegado su hora
Pero aunque haya sido la culpa de un tercero, los familiares de los compatriotas chilenos que fallecieron ese día comprendieron que eso no era lo que realmente importaba, sino simplemente que les había llegado su hora.
Hablar sobre la pérdida de un hijo es difícil aun cuando han pasado diez años. El martirio por el que pasaron las madres de los jóvenes chilenos quedó como una marca imborrable en sus rostros. También en sus vidas, porque ninguna volverá a ser la misma. Cada una a su manera vivió un largo proceso interno de aceptación de la muerte.
La fe en Dios, la familia, los amigos y terapias han sido los principales apoyos. Pero el dolor es tan íntimo y único que nadie que no ha pasado por una experiencia similar es capaz de dimensionar el sufrimiento.
"La familia y los amigos ayudan hasta por ahí no más", confiesa María Eugenia Ruiz de Gamboa. "Al principio están muy cerca, pero pasado un tiempo la gente dice 'ya han pasado seis meses', la gente cree que uno ya superó todo y se va. Hay muy poca gente que te entiende, porque a la gente que no se le ha muerto un hijo no sabe lo terrible que es".
La madre de Arturo Torres cuenta que recién desde hace dos años puede decir que está mejor, aunque el proceso es cíclico. "A veces uno cree que ya salió y a veces vuelve a caer", admite con una voz apenas audible y temblorosa.
El apoyo que se brindaron mutuamente las madres de las víctimas del Faucett fue clave para mitigar la pena. Varias de ellas se juntaban todos los martes en la casa de María Eugenia para compartir la amargura y el desconsuelo. Allí encontraron un espacio para hacer oración y desahogar toda la angustia que no podían liberar en sus propias casas.
"Llegué a esta casa y estaban todas muy mal. Yo nunca he sido muy religiosa. Pero, no sé, me pasó una cosa curiosa. Sentí que podía ahí, en ese lugar, ser lo que yo era, decir lo que yo sentía. No me sentía observada. Podía ser tonta, inteligente, me daba lo mismo, pero podía ser yo. Quizás en un lugar que nadie me conocía me sentía más libre, mucho más cómoda", relata Bernardita Maino, madre de Bernardita Ovalle, una de las cinco ex alumnas del colegio Santa Úrsula que murieron en el accidente.
Luego de la invitación de una persona que ya participaba del grupo, Bernardita venció la resistencia inicial y comenzó a asistir a los encuentros. "Yo en ese momento no hilaba nada. Acepté porque yo era un ser que nada lo calmaba".
De esa suerte de ritos colectivos nació una profunda amistad que se ha ido afianzando con los años de superación mutua.
Entregarse al dolor
A Bernardita se le ilumina su rostro abatido cuando habla de su hija. Tenía 22 años y estudiaba periodismo en la Universidad Gabriela Mistral. Desde niña le gustaba mucho viajar, pese a que le tenía terror a los aviones. Era de esas personas seductoras, que nunca arman conflictos y cuyas hermanas se peleaban por acaparar su afecto.
La muerte la encontró de regreso de un viaje por Ecuador con sus inseparables amigas de las Ursulinas: Carolina Jarpa, Paulina Achondo, María Inés Castro y Carolina Tapia. Todas ellas se veían felices en la última fotografía que se tomaron antes de abordar la fatídica nave.
Bernardita comprendió que si no se entregaba por entero al dolor de la muerte no iba a encontrar la paz necesaria para conectarse espiritualmente con su hija. "Al final uno aprende en la vida que cuando le haces la guerra a una cosa que es irreversible, sucumbes. Cuanto te entregas, es cuando realmente puedes llegar a la orilla", dice ahora con una convicción que impresiona.
Como no quería hacer sufrir a sus hijos, iba todos los sábados al cementerio Parque del Recuerdo, donde descansan los restos de Bernardita, para liberar la opresión que sentía. Empezó a escribir sobre sus emociones y encontró en ese medio una manera de comunicarse con Bernardita. A veces lloraba tanto que se quedaba dormida de cansancio y su marido, Rodrigo Ovalle, la encontraba, horas después, tirada en el pasto.
"Si yo la seguía buscando a través de los sentidos, y me desesperaba porque no la veía o porque no la escuchaba, iba a morir en ese intento. Tal vez estaría totalmente destruida", confiesa.
Bernardita nunca se permitió tomar un tranquilizante producto de una convicción profunda de que todo el dolor que ella estaba sintiendo era por el inmenso amor que sentía por su hija. Así, se dio cuenta que la mejor forma de salir adelante era entregándose a la pena, no haciéndole resistencia. A los seis primeros meses de ocurrido el accidente, había bajado diez kilos y sufría taquicardias.
Hoy, diez años después, está tranquila, en paz consigo misma. Ya no siente angustia y pudo alcanzar una quietud que le permite sentir tristeza, pero no una aflicción desgarradora.
La penosa tarea de reconocer el cuerpo
Recién en la mañana del 1 de marzo de 1996, la familia Jarpa Lagos se enteró del accidente y lo hizo a través de la prensa. A una breve nota en el diario que hablaba de un avión estrellado en Perú le siguió una cadena de llamados telefónicos confirmando que había muerto Carolina.
Al igual que otros padres, esa noche Víctor Manuel Jarpa no había podido pegar un ojo, angustiado de no tener noticias de su hija, quien había quedado de llamarlo un día antes. El grito que sintió su mujer esa mañana fue ensordecedor.
Su hija mayor, de 22 años, estudiante de Ingeniería Comercial en la Universidad Católica, no volvería nunca más a la casa.
"La Carolina era demasiado regalona suya. Eran sus ojos. Para él fue un impacto, un dolor demasiado fuerte, fue una cosa que no pudo resistir", relata su mujer, María Inés Lagos, quien siente que una parte de ella también murió con Carolina. Y Pese al terremoto que la pérdida de un hijo produce en el matrimonio, asegura que ambos se unieron más como pareja.
El día en que se enteraron de la noticia no hubo mucho tiempo para meditar ya que había que partir rápido a Arequipa. Los cuerpos de las 123 personas que viajaban en el avión Faucett habían sido trasladados a la morgue local a la espera de ser reconocidos por sus familiares, mientras desalmados lugareños saqueaban los despojos de equipaje.
María Inés dice que pensó ingenuamente que la reconocería fácilmente por la medalla que solía llevar colgada y el anillo de su colegio. También se acordó que el segundo dedo del pie era más largo que el pulgar, sin dimensionar que los cadáveres estaban destruidos.
La tarea fue para todos, sin excepción, desoladora. "Nos costó encontrarla. Tenía un golpe fuerte en la cabeza, lo que al final me tranquilizó porque había sido una muerte instantánea y no de sufrimiento", explica María Inés al recordar la traumática experiencia.
El único consuelo en esos momentos fue encontrar sus objetos personales. El bolso de Carolina estaba completo, casi intacto, incluso con los regalos que traía para su familia. Entre los obsequios venía un papagayo de madera para su madre, que los coleccionaba, el que todavía tiene las huellas de los golpes. La toalla de playa aún estaba húmeda cuando la encontraron doblada adentro de una bolsa plástica.
Cada una de las cosas las conserva como un tesoro junto a las pertenencias de su hija. Igual que el resto de las madres.
Un regalo del cielo
Pocos meses después aparecieron los rollos de fotos del viaje, lo que fue interpretado como un regalo que las víctimas enviaban desde el cielo. "Uno ve lo contentas que estaban, lo felices, eso es súper rico haberlo tenido", dice la mamá de Carolina.
Ya han pasado diez años y María Inés todavía sueña en las noches que está con su hija. Quisiera retenerla y no despertar nunca, aun sabiendo que eso nunca será posible. Pese a que el tiempo la ha ayudado a mitigar el sufrimiento, asegura que "es una pena que la vas recordando siempre", como un dolor con el cual se ha acostumbrado a vivir.
"En un principio pensé que de verdad nunca más me iba a reír. Tu sientes que tu vida, para qué…Hasta se me borró el mundo, se me borró mi familia, los otros niños. Pero también te ayuda mucho la gente, las amigas, la familia. Todo esto te va ayudando a salir adelante. Hoy día estoy viviendo una vida absolutamente normal, siempre acordándome de ella, en qué etapa estaría. La conexión con la Carolina no se pierde nunca. Siempre me está acompañando o le estoy pidiendo cosas. Siento que tengo un pedazo de cielo comprado, un terreno que me está esperando".
1 Comments:
Que hermosos son nuestros hijos , jamas lo inmagine .-
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Anónimo, at 9:58 p. m.
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